Le enseñaron a no decir porque era más importante la palabra de los otros: padres, maestros, jefes. Le enseñaron a renunciar porque era más importante el bienestar de los otros: hermanos, vecinos, hijos. Le enseñaron a sufrir en silencio para no importunar a los otros: los mayores, los pequeños, el marido. Le enseñaron a privarse de placeres para no ofrecer una imagen grotesca de sí misma a los otros: directores, alumnos, compañeros. A los ochenta y tantos años, el parkinson reverbera en su cuerpo reprimido y hace bailar su boca en un repiqueteo de sílabas imposibles.
-Afasia provocada por su enfermedad- dice el médico.
¿No será, digo yo, que la costumbre del silencio le ha perforado las palabras?
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