Abrió la ventana. Lo de siempre. Detrás del viejo ombú, el campo. Desolado. Más acá unas gallinas flacas picoteando la tierra reseca. Ya llevaba meses la sequía. Se quedó mirando, como si atravesara el aire pesado de la tarde. Vio las antiguas espigas peinadas por la brisa, vio los camiones llenos de gente para la cosecha, vio a lo lejos el tren cargado de granos. El tren largo, tan largo que no se podía ver todo entero. De chica jugaba con los hijos de Don Braulio a contar los vagones. ¿20? ¿25? ¿30? Cuando ya se lo sabían de memoria el juego fue otro: con los ojos cerrados, adivinar por el ruido o por el temblor de la tierra cuándo terminaba de pasar cada vagón. Y cada vagón se llevaba el trabajo de padres y abuelos. Y ellos cobraban su jornal. Y el pueblo entero festejaba.
Pero un día cerraron la estación. Y se acabó el juego. Y la fiesta. Las vías se cubrieron de pastos altos. El jornal se fue estirando. Los que pudieron emigraron. La tierra se fue cansando de soledades. Y ahora, lo que faltaba, la sequía. ¿Cuatro meses sin lluvia? Traer el agua a las tierras del olvido es cada vez más costoso.
Abrió la ventana. Lo de siempre. Detrás del viejo ombú, el campo. Desolado. Más allá, a lo lejos, el último tren, vacío.
Estas complicidades que nos unen...
ResponderEliminarMe gusta el ritmo y el sentimiento puesto en la historia, en el desarrollo. Cariños.
Muy bueno, Ana. Conmueve el realismo, la desolación... Cuánto dice el "...último ren, vacío." Un abrazo y a seguir con las complicidades.
EliminarBueno, creo que el comentario iba aquí mismo... pero como somos cómplices vale como respuesta a Gus, ¿no?
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