Nada mejor para la sobremesa del domingo que ir pasando de mano en mano el álbum de fotos y tratar de descubrirse unos a otros en el bebé de pelusa enrulada, en el chico que anda en triciclo por el parque, en la adolescente de vincha rayada y mirada provocativa o en la joven con panza de siete meses, que finalmente rsultó ser la abuela Teresa. El juego consistía en rastrear a un miembro de la familia cada vez. Y "cada vez" era el primer domingo de mes, cuando toda la familia se reunía en casa de tía Matilde, alrededor de la gran mesa de roble, para intercambiar novedades, criticar a algún pariente díscolo y compartir los infaltables capelletis que la abuela Mercedes se enorgullecía de amamsar, rellenar y dejar descansar durante tres días. Rosita e Inés se lucían con los potres, cada vez más exquisitos y más sorprendentes, como esa torre de tejas dulces sumergida en una fuente de mousse de frutilla y menta y bañada con chocolate y castañas; o esa isla flotante de limón iluminada por dentro con velas celestes y rosadas. Los hombres elegían los vinos y los descorchaban orondos, frente a mujeres y niños, con orgullo de enólogos y expectativa de catadores.
Pero en el fondo, todos, grandes y chicos, esperaban el gran momento. Quién sabe si hubieran prosperado los almuerzos de no haberse instalado en la familia el ritual obligado del juego del álbum. Y daba para mucho ese juego. Más de mil quinientas fotos, ordenadas cronológicamente con toda precisión permitían prolongar el entretenimiento y aun encontrarle variantes insólitas a lo largo de los meses: descubrir, por ejemplo, qué marca de cigarrillos fumaban Roberto y Juan Carlos, junto al primo Rodolfo, a escondidas de los padres y hermanos mayores. Si era necesario se acudía a una lupa para ver, sin lugar a dudas, todos los detalles, como la impresión que había causado el nuevo novio de Nené a juzgar por las miradas de hermans y primas que, con o sin disimulo, habían quedado congeladas en las fotos.
Probablemente la primera en notar el cambio fue Marceliana, un domingo a la tarde, cuando ya se habían ido casi todos y a ella se le ocurrió mostrarle su foto de casamiento a una amiga de la hija. Pasó las hojas de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante sin encontrarla. No podía ser que faltara esa foto. En el tercer intento, algo parecido a lo que buscaba la llamó la atención. Los personajes eran los mismos, ella y Antonio tomados del brazo; pero no había vestido de novia , ni traje de gala, ni cutis lozanos. Estaban vestidos con ropas domésticas, llevaban pantuflas de lana y tenían la cara y las manos plegadas por numerosas arrugas pequeñas que les daban un aire ajeno. Marceliana se quedó mirando un rato esa extraña fotografía que la mostraba junto a su esposo, pero treinta años más tarde. No dijo nada en el momento. Cerró el álbum con una excusa y lo volvió a poner en su lugar, sobre la mesita ratona.
Poco a poco el resto de la familia fue advirtiendo la novedad. Aunque nadie se animara a reconocerlo públicamente, lo cierto era que el álbum ya no les mostraba su pasado; ahora les adelantab el futuro. Al principio resultó una nueva forma de jugar en secreto. Tobías quería saber qué le iban a regalar para su cumpleaños número ocho. Aventuraba algunas opciones y después corría al álbum para comprobar una y descartar las otras o sorprenderse con algo inesperado. ¿Recibiría Matías el premio en el concurso de aeromodelismo? ¿Se ganaría Susana el viaje a Orlando? ¿Luciana se casaría con Alejandro o con Andrés? Las preguntas se multiplicaban de modo extraordinario. Ya no era posible esperar al primer domingo de mes. Todos los días, en cualquier momento, alguien se aparecía por lo de Matilde para "hojear un ratito el álbum" y desaparecer luego sin hacer comentarios. Seguramente, un observador atento hubiera detectado, por la expresión de los rostros, los resultados de tales investigaciones. Pero en verdad no había margen para observaciones atentas ya que las miradas y los gestos se habían vuelto furtivos, desconfiados. Ya fuera porque cada miembro de la familia se considerara el único protagonista del fenómeno o porque nadie quería exponer su futuro a la vista de los demás, el hecho es que todos cumplían a rajatabla con el tácito acuerdo del "como si". Como si nada pasara. Como si todo siguiera igual que antes. Como si el miedo no los hubiera ido ganando de a poco con esa extraña seducción que a veces provoca lo inevitable y que al mismo tiempo repele y atrae.
El primer conflicto serio se produjo el día que Fernando se lo llevó a su casa. Los primeros en enterarse pusieron el grito en el cielo: qué seguridad había de que no cambiaran o perdieran las fotos, el álbum era de todos y debía estar al alcance de todos, si a cada uno se le ocurría llevárselo , nadie sabría nunca dónde encontrarlo, no se puede estar viajando de un lado a otro para mirar una foto, etc., etc. Los que tardaron en enterarse protestaron porque a ellos nadie les había avisado.
El almuerzo de septiembre fue mucho más corto. La comida se sirvió rápidamente, apenas hubo un solo postre y en seguida se levantaron los platos. Carmen trató de disimular la ansiedad evidente ofreciendo café y tés saborizados. Algunos aceptaron, sumándose al esfuerzo, pero otros no pudieron evitar competir por la primacía del álbum. Ángel ganó la carrera y se instaló en el sillón del escritorio. Dijo que quería ver algo, él solo. A los pocos minutos regresó. Estaba pálido. Parecía agobiado por un enorme peso. Balbuceó una disculpa y se fue.
Todavía estaban comentando la inesperada partida de Ángel cuando los gritos de Inés los obligaron a correr al escritorio: Lucrecia se retorcía en el piso, mordiéndose los labios hasta sangrarlos y llorando desconsoladamente, con el álbum de fotos apretado contra su pecho.
-Es un brote sicótico- dijo el médico. -Debe haber tenido un disgusto grande o una impresión muy fuerte. Hay que internarla.
Mientras los hombres se encargaban de reunir documentos, recetas, órdenes médicas, y las mujeres ponían ropa de Lucrecia en un bolso, jabón, toallas, Matilde, discretamente, tomó el álbum, que había quedado en el piso, y lo guardó en el altillo, sin que nadie la viera o, al menos, sin que nadie hiciera ningún comentario.
Desde entonces no hubo más almuerzos familiares los primeros domingos de mes. Todos estaban cada vez más ocupados. El ritmo de vida, las obligaciones. Además, de tanto en tanto, había que ir al hospital a visitar a la pobre Lucrecia, que no conocía a nadie, es verdad, pero seguía siendo de la familia. Y, claro, ya no quedaba tiempo para ver fotografías.
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