a Tina y Klaus
Los viejitos
salieron a la puerta. Escaso cabello canoso, espaldas encorvadas, paso lento.
Sin embargo, mantenía ella la feminidad, con su peineta y su abrigo de lana color
coral. Él seguía siendo el galán de siempre con su saco entallado y sus zapatos
de cuero beige. Con cierto esfuerzo, con cierta demora subieron al taxi. No
llevaban equipaje.
El taxista
también era un viejo, de bigote blanco y gorra azul.
-¿Vamos por la autopista?-
preguntó.
-No, queremos contemplar el paisaje
todo lo posible, llenarnos los ojos de verdor- dijo él.
-Sí- agregó ella- y vaya despacio,
por favor. Parece que el otoño quisiera regalarnos su mejor día. El cielo está
impecable y el sol, tan cálido.
El conductor les
dio el gusto: hicieron un viaje largo para un trayecto corto.
Al caer la
tarde, los tres comprendieron que ese era el momento. Llegaron a la entrada del
cementerio. Dejaron el auto y siguieron a pie. Los tres juntos, tomados de la
mano, caminaron por el sendero de cipreses. Poco a poco, las figuras que se
alejaban se fueron esfumando. Alcanzaron a dar un brinco casi juvenil, de
felicidad, de plenitud tal vez, antes de desaparecer por completo en el dorado
ocaso de esa tarde otoñal.
Un dorado ocaso como puerta al mundo sutil... Bello, Ana.
ResponderEliminarHermoso relato.
ResponderEliminarAcabo de enterarme por el blog de Gustavo que publicas un nuevo libro: !qué buena noticia! Enhorabuena. Espero que la presentación sea un éxito. Un abrazo y una sonrisa.
Gracias, Juan. Sí, creo que todo va a salir muy bien. Ya publicaré algunas fotos. Vendrán unos bailarines flamencos y un amigo cantará un par de canciones. Y, por supuesto, la presentación la harán Patricia y Gustavo, un lujo absoluto.
ResponderEliminar¡Qué bueno que te gustado el cuento! Abrazos porteños.