a Tina y Klaus
Los viejitos
salieron a la puerta. Escaso cabello canoso, espaldas encorvadas, paso lento.
Sin embargo, mantenía ella la feminidad, con su peineta y su abrigo de lana color
coral. Él seguía siendo el galán de siempre con su saco entallado y sus zapatos
de cuero beige. Con cierto esfuerzo, con cierta demora subieron al taxi. No
llevaban equipaje.
El taxista
también era un viejo, de bigote blanco y gorra azul.
-¿Vamos por la autopista?-
preguntó.
-No, queremos contemplar el paisaje
todo lo posible, llenarnos los ojos de verdor- dijo él.
-Sí- agregó ella- y vaya despacio,
por favor. Parece que el otoño quisiera regalarnos su mejor día. El cielo está
impecable y el sol, tan cálido.
El conductor les
dio el gusto: hicieron un viaje largo para un trayecto corto.
Al caer la
tarde, los tres comprendieron que ese era el momento. Llegaron a la entrada del
cementerio. Dejaron el auto y siguieron a pie. Los tres juntos, tomados de la
mano, caminaron por el sendero de cipreses. Poco a poco, las figuras que se
alejaban se fueron esfumando. Alcanzaron a dar un brinco casi juvenil, de
felicidad, de plenitud tal vez, antes de desaparecer por completo en el dorado
ocaso de esa tarde otoñal.