La tarde estaba cálida, el aire sereno. Era un buen momento para plantar nuestra pequeña pero firme banderita de la paz. Y nos fuimos a la plaza nomás, a la Plaza de los Españoles. La gente tomaba mate, tocaba la guitarra, jugaba a las cartas o a las carreras; algunos hamacaban a sus bebés; las parejitas se disfrutaban con ternura. Cada uno construía su espacio de paz. Se me ocurrió que cada grupo iba entretejiendo la trama de una historia linda para contar: la historia de la gente que, a pesar de todo, siente que, como dice mi amigo narrador Oscar, la vida vale la pena.
Y claro, no nos podíamos perder la oportunidad. Allí, sentados en el pasto, en ronda, alrededor de ese fueguito imaginario que el calor de la amistad generaba, fuimos desgranando historias, regalos del corazón que cada uno quería brindar al otro con cuidado artesanal, con alegría. La tarde se fue haciendo noche. Y nos despedimos en la penumbra, como para que las sombras se encargaran de guardar todos los tesoros que las palabras habían ido fabricando, mundos donde los recuerdos, las evocaciones y los deseos se hicieron posibles.
Gracias Patricia, gracias Miguel, gracias a todos los que nos acompañaron.